LIII

Si hay un dios de la Naturaleza al que rinden culto todo tipo de animales, desde los gatos por la noche, en sus colonias fuera de control, y pájaros y mamíferos de pequeño tamaño, hasta las abejas que encuentran en sus flores el paraíso, sin lugar a dudas toma forma, se materializa en los zarzales, como símbolo de una naturaleza salvaje que se combate sin tregua, pero que renace siempre. La devoción de este culto es proporcional al desprecio de la especie homo, obcecada en eliminar todo aquello que no da un fruto inmediato, que no es útil a sus fines. El zarzal es a la vez la imagen paradójica de la desolación y la esperanza, de la destrucción y la resistencia indoblegable. Atacados sin tregua con medios cada vez más eficaces, como los herbicidas químicos y las desbrozadoras mecánicas, las extensiones de zarzales tienden a reducirse en las zonas cultivadas y urbanizadas; por el contrario, en las zonas abandonadas por los hombres, prosperan otra vez en beneficio de la fauna, refugio y fuente de alimentos. La divinidad sólo podía hablar en una zarza en llamas. El pueblo elegido, la especie condenada a desaparecer, desoyó la llamada y escupió sobre el fuego; el ser supremo no podía hablar a su hijo predilecto, al rey de la creación, a través de una planta despreciable. En las afueras de la ciudad, cerca de la tierra prometida, les esperaban extensiones inacabables de zarzales, erizados de espinas. Sólo un reducido número vio las moras.