LVII

Primero oyó el graznido. Ahí estaba de nuevo. Miró hacia arriba hasta localizar la figura negra, contrastada sobre el valle. En silencio, se preparó para una liturgia singular, para un raro placer, como si fuera a paladear un vino exquisito. Era siempre igual. Escuchó, como todas las veces, con total nitidez, desde el suelo, el lento aleteo de las alas del cuervo. El desplazamiento del aire parecía rozar su cara en cada pasada, en cada golpe de ala. Comunicación a distancia de un ser terrestre con otro alado; compartían un mismo aire y una misma tierra. La gracia era común arriba y abajo. El ángel de la anunciación era oscuro. Esperaría su próxima visita.

LVI

Un grupo de perros de diferentes razas y tamaños, mezclados con gatos atigrados y uno blanco, recorren un campo entre las hierbas y los matorrales; ahora se juntan, se saludan, después se separan, cada uno a lo suyo, olisqueando, buscando, pero siempre juntos. Conviven sin mayor problema que alguna que otra pelea ocasional, sin consecuencias, lindante con el juego. Cuando se acercó a ellos, se alegraron de volver a verlo, rápidamente vinieron a verle, tenían que saludarlo. Cada uno en su estilo. El perro grande puso sus patas en su abdomen; el pequeño danzaba a su alrededor como una mariposa y pedía atención. Los gatos maullaban, se enroscaban en sus piernas. Saludaban porque sí, sin más, porque no había ningún motivo para no hacerlo. Eran felices de estar aquí, de estar todos juntos, y ahora también de estar con él. Querían extender su felicidad, compartir la inconsciencia de estar alegres sin saber por qué. Era un día de fiesta; todos los días eran una fiesta. Alguien debería darse cuenta de que esta abertura incondicional, transparente, es el ofrecimiento de (una) relación, la generosidad de querer ser con los otros en lugar de contra ellos, más allá de cualquier interés. Querer la RELACIÓN como algo bueno, el bien en sí, antes que nada. El hecho inexplicable de alegrarse de ver a otro, algo conmovedor y milagroso, ratifica, da fe, del poder de la relación, la entrega como acto vital. No es posible sino dar gracias por este mundo y maldecir al mismo tiempo a todos y cada uno de los que lo han convertido en un infierno sin llamas, que consume todo lo que toca, mientras se apaga lentamente, muerte fría. El silbido ahogado de la ceniza se oye entre el crepitar del fuego. La salvación espera a las puertas del saludo confiado, sin reservas, del niño y el animal. Los animales del pesebre, en torno al redentor, no cumplen otra función; la verdadera ofrenda no son los presentes de los reyes, sino la mirada limpia de los animales del establo y el recién nacido. El niño dios es el dios de las cenizas.

LV

Para el pergolero satinado, un ave de plumaje negro azulado, con un pico fuerte también de la misma tonalidad, el azul no es sólo el color de la mayor parte de su cuerpo, es una forma de vida y de estar en el mundo, una verdadera vocación. Los pergoleros hacen honor a su nombre; se pasan la mayor parte del tiempo, artistas prolíferos, construyendo complejas pérgolas de palos que decoran con flores, pétalos o conchas vacías. Este escenario de ensueño atrae a las hembras a las arenas de cortejo, que atraviesan el umbral cubierto, novias conducidas al altar por una mano invisible. En el interior del paseo arbolado, el macho tiene la delicadeza, y la intuición estética, de diseminar todo tipo de objetos azules, como plumas y tapones de botella. Es su visión del mundo. Cuando una hembra se acerca, coge un objeto con su pico y se lo ofrece, a modo de tarjeta de visita; esta exhibición parece ser irresistible, en especial si va acompañada de un canto resollante. No podía ser menos; está ofreciendo lo mejor de sí mismo, la esencia de su ser, el azul, representada en una serie de objetos, plasmada en un mundo monocromático infinito. El exterior es idéntico al interior. Un artista reconocido se hizo famoso con mucho menos.

LIV

El saber no es (una) experiencia; en cuanto mathesis universalis, bajo la égida de los conceptos, los datos y la información codificada, sólo se ocupa de lo general, y sirve para lo que sirve, para controlar y dominar el mundo, para hacer uso de las cosas. Antes que no ocupar lugar, ocupa los lugares y satura la percepción, la neutraliza. Es una empresa de dominio, de nivelación del horizonte, y tanto da hablar a este respecto de ciencia, discurso o mera opinión, son totalmente homologables e intercambiables. La experiencia es algo muy distinto, como mathesis singularis, conocimiento en el filo de la paradoja, sólo existe en singular, para el singular y acerca de las singularidades. No tiene aplicación práctica ni responde a un interés teórico de abstracción, conocimiento inútil, tan insignificante como esencial. Toda idea preconcebida, cualquier supuesto saber debe despertar desconfianza; más todavía si se refiere a otros seres vivos de los que en el fondo no sabemos nada, menos todavía los especialistas. Es un lugar común creer que a los gatos no les gusta el agua. Mejor habría que decir que no les gusta que les mojen. Por lo demás, sienten una fascinación innata, similar a la de los niños, por esta extraña materia transparente, huidiza, plástica, fría al tacto, saciante, que resbala por su paladar. Cada gato afronta la experiencia de una forma diferente, según su estilo y carácter. Uno espera con expectación y alegría contenida, como si estuviera a punto de asistir a un milagro, que el agua surja del extremo de la manguera, y corra por el canal en la tierra; todo seguido se cerciora de su existencia, tocando fugazmente la superficie. Sí, está mojada, está húmeda. El entusiasmo continúa cuando proyecta un chorro de orina, pulveriza los matorrales cercanos. Se oyen caer algunas gotas, el tintineo en el agua. Es la respuesta adecuada, en la misma escala de realidad, dentro del diálogo con el líquido elemento. Otro, más comedido, prefiere seguir el viaje de las pequeñas hojas, las briznas de hierba, sobre el agua; va detrás de ellas, las persigue, presa de la fascinación, de cuando en cuando se para en el recorrido para contemplar el paso de los objetos flotantes, como un niño ilusionado que asiste a la partida de los buques mercantes en el puerto, o que se conforma con seguir los barcos de papel en el riachuelo. El momento culminante es cuando las hojas, las semillas, quedan atrapadas en un remolino. No paran de moverse, pero no avanzan. Mira con atención mientras intenta resolver el enigma. Otro, incluso, bebe a sorbos, se detiene un momento, continúa, saborea el agua, gourmet experto; a ratos, combina la degustación con toques delicados, mediante las almohadillas plantares, de las partículas vegetales que flotan, la curiosidad le impele a investigar esta extraña presencia móvil, fugitiva, a confirmar su simultánea aparición y desaparición. Sí, está ahí; no, ya no está. Por último, otro todavía, disfruta hundiendo las cuatro patas en el agua, hasta casi tocar el vientre; en esta disposición, medio cuerpo fuera y la otra mitad dentro, remonta el curso de las aguas cristalinas, para llegar a la fuente, al origen de todas las cosas, a modo de profeta bíblico que camina entre dos mundos, a cargo de un pueblo errante, en busca de un nuevo comienzo. Nada de esto es generalizable.

LIII

Si hay un dios de la Naturaleza al que rinden culto todo tipo de animales, desde los gatos por la noche, en sus colonias fuera de control, y pájaros y mamíferos de pequeño tamaño, hasta las abejas que encuentran en sus flores el paraíso, sin lugar a dudas toma forma, se materializa en los zarzales, como símbolo de una naturaleza salvaje que se combate sin tregua, pero que renace siempre. La devoción de este culto es proporcional al desprecio de la especie homo, obcecada en eliminar todo aquello que no da un fruto inmediato, que no es útil a sus fines. El zarzal es a la vez la imagen paradójica de la desolación y la esperanza, de la destrucción y la resistencia indoblegable. Atacados sin tregua con medios cada vez más eficaces, como los herbicidas químicos y las desbrozadoras mecánicas, las extensiones de zarzales tienden a reducirse en las zonas cultivadas y urbanizadas; por el contrario, en las zonas abandonadas por los hombres, prosperan otra vez en beneficio de la fauna, refugio y fuente de alimentos. La divinidad sólo podía hablar en una zarza en llamas. El pueblo elegido, la especie condenada a desaparecer, desoyó la llamada y escupió sobre el fuego; el ser supremo no podía hablar a su hijo predilecto, al rey de la creación, a través de una planta despreciable. En las afueras de la ciudad, cerca de la tierra prometida, les esperaban extensiones inacabables de zarzales, erizados de espinas. Sólo un reducido número vio las moras.

LII

El predador lee el alma de la presa, en cierto modo, la conoce mejor que ella misma, cada movimiento, cada gesto, las miradas de reojo, los titubeos, no se le escapa detalle; entabla una relación íntima que culmina y, a la vez, concluye, cuando la captura y devora. Esta "empatía" absorbente, unidireccional, a veces muestra atisbos de redención, incluso de reversión. Después de que el gato lleva un tiempo jugando con alborozo, corriendo de una lado para otro, y lanzando por los aires un petirrojo muerto, para un momento, se gira y emite una especie de lloriqueo, como un niño que se lamenta por un juguete roto, como si rogara, esperara que le insufláramos de nuevo la vida, le diéramos vida de nuevo para reiniciar el juego de la fascinación y la captura. Antes estaba mejor. Le gustaba más cuando estaba vivo. Había una auténtica relación, una complicidad, una sincronía, embebimiento de las almas en una fuente común. No quedaba nada de eso. El gato lloriquea. Es que no ves que ya no está aquí. Haz algo. - No puedo hacer nada. Lo has matado. - No quería hacerlo. - Da igual. El exceso de intimidad lo ha matado. - No ves que no es lo mismo. Haz que vuelva. - ¿Para qué? ¿Para cazarlo de nuevo? - Quizás, esta vez será diferente. Mira al gato. Espera una respuesta. La alegría se ha convertido en desánimo, desilusión. Dirige la atención a otra parte  El cuerpo inerte del pájaro queda tendido en el suelo.

LI

El microcosmos de los microorganismos tiene uno de sus paraísos en el ácido láctico; el líquido de un yogur natural o el líquido sobrenadante de la leche agriada acogen poblaciones innumerables, sujetas a continuos cambios. Las bacterias en forma de bastón o esféricas nadan entre diminutas porciones de proteínas lácteas floculadas, mientras se alimentan de la lactosa, que descomponen en una fermentación incompleta; una pipeta es suficiente para recoger pequeñas muestras de una multiplicidad invisible. Para su observación bajo el microscopio, se utiliza una solución de azul de metileno. Incluso se puede teñir una suspensión de bacterias con la tinta azul de un bolígrafo recargable, que por lo general contiene esta sustancia. El investigador actúa de escriba divino del Libro de la vida y la muerte. Alza la pluma. Las bacterias aparecen entonces en todo su esplendor, inmortalizadas como puntos, rayas azul negruzcas sobre un fondo azul celeste. El cielo de las bacterias.