L

La naturaleza compone cuadros improbables, es una composición heterogénea de elementos vivos dispares, convocados en extrañas escenas que responden unas a otras, a modo de drama vital en innumerables actos. El enigma no está oculto, ni mucho menos,  es visible, aunque de difícil respuesta. Un gato negro y blanco, de músculos poderosos, lleno de energía, sube por las ramas de un árbol, a toda velocidad, hasta alcanzar el límite de la copa, la cúspide. Se detiene unos instantes, de perfil, para contemplarse a sí mismo y regocijarse de su potencia. Está satisfecho; ha subido hasta lo más alto. Al mismo tiempo, un cuervo levanta el vuelo y pasa, en la distancia, justo en la horizontal del gato, detrás suyo; el gato oye el batir de las alas y gira la cabeza para contemplarlo. Sus miradas coinciden en un instante de eternidad; una conexión universal chisporrotea entre los dos como electrodos sumergidos en el agua. El cielo se ilumina. Forman parte de un mismo escenario, pero es como si vivieran en mundos incomparables, alejados por millones de galaxias. La escena se acaba; el cuervo desaparece. El gato mira de nuevo al frente. Ahora toca bajar. Tan rápido como pueda. Más que al subir.

XLIX

El heroísmo en los hombres es algo excepcional, aparece sobre todo en situaciones límite y se confunde con la desesperación, o la impaciencia, siempre es de alcance limitado y se concentra en un corto período de tiempo. En los animales, no hay especímenes que sobresalgan sobre los otros, que hagan actos excepcionales, acometan empresas gloriosas puntuales; no hay heroísmo porque todos sin excepción, desde que nacen hasta que mueren, son héroes por derecho propio, esto es, llevan a cabo esfuerzos sobrehumanos, tareas titánicas, que no podemos ni imaginar. La excepción es la regla de la vida. En una zona costera, los prados naturales de algas coexistían con enormes bancos de mejillones y otros bivalvos. En su conjunto, el sistema soportaba un gran número de especies de invertebrados y peces. Las algas contribuían a la oxigenación de las aguas del fondo y los mejillones filtraban el agua de mar, con lo que se mantenían unas buenas condiciones lumínicas para la fotosíntesis. Este ecosistema era muy resiliente, capaz de resistir amplias variaciones climáticas y perturbaciones naturales. Sin embargo, a medida que los efluentes de nutrientes y las aguas de escorrrentía, producto de la actividad humana, aumentaban, en las aguas superficiales aparecieron densas floraciones de fitoplancton. Este crecimiento exuberante redujo la transparencia del agua, privando de luz a las algas bentónicas; la situación condujo por fin a su pérdida, con la consiguiente perturbación general del ecosistema. Durante los meses de verano, cuando la columna de agua se estratificaba, los niveles de oxígeno, sobre todo cerca del fondo marino, empezaron a disminuir. Una fracción importante de las comunidades de bivalvos afectadas sobrevivió a la hipoxia durante un período de hasta 20 días: cerraron sus valvas y se alimentaron de las reservas internas de glucógeno (carbohidrato que constituye el principal almacén molecular de energía). Estas reservas se agotaron; los moluscos murieron en masa. El tiempo de esta resistencia, de esta prueba de fuerza, no puede medirse en ninguna escala humana. La vida y la muerte bajo el agua tampoco. Tumba acuática al animal desconocido.

XLVIII

El plan que ordena la vida cotidiana, el pasar de los días, no sólo condena a la mayoría a una existencia triste y precaria sino que tiene la perversa cláusula añadida, en letra pequeña, de la vigilancia mutua y la servidumbre compartida. Un guarda de seguridad, con chaleco amarillo, entra en el vagón acompañado de un perro guardián, medio adormecido y con la cola baja. Se sientan en un rincón apartado. La postura de los dos es una mezcla de tensión y agotamiento. EL hombre desenvuelve el papel de su comida, como un autómata, bajo la atenta mirada del pastor alemán. Entonces, y contraviniendo las ordenanzas, saca el bozal del perro, lo deja en el suelo, y empieza a darle de comer de su propia comida mientras lo acaricia. La escena es otra. Una oleada de felicidad indisimulada se apodera de ellos. La cara del guarda se relaja, cobra viveza, ya no está trabajando; la faz del animal se transfigura, vuelve a la vida, ya no es un esclavo, es un perro. Por unos momentos, la relación se libera de las cadenas imaginarias y reales; el animal cree que vuelve a ser libre, que todo ha acabado, nunca más llevará un bozal ni tendrá que arrastrar día tras día su cuerpo por andenes sucios y vagones malolientes. No va a volver a la perrera a intentar recuperarse para la mañana siguiente, privado de todo contacto. Se acabará una vida donde reina la luz artificial y el aire viciado. Ya huele el viento. Es un espejismo. A la que se acaba la comida, le vuelve a poner el bozal; todo sigue igual. Vuelven al trabajo. El guarda jura cada noche, al poner la cabeza en la almohada, que cuando se acabe todo, sacará al perro de la perrera cómo sea y sin importarle las consecuencias. Se lo debe. Correrán juntos por el campo hasta caer rendidos y rodarán por el suelo; chapotearán en el agua y se tumbarán al sol. Ya puede verlo.

XLVII

El cuervo grazna sobre el valle, el aleteo de sus pesadas alas es audible, mientras contempla unos seres bípedos y lentos, apenas unos puntos de colores en movimiento. Reverencia. Él manda aquí abajo desde arriba.

XLVI

Entre un ratón que lanza chillidos de terror e intenta arrastrarse entre la hierba, malherido, con los huesos medio rotos, mientras recibe los manotazos del gato que se toma su tiempo para rematarlo; un gato que cae de un tejado después de ser alcanzado por un disparo con perdigones, luego es pateado en el suelo y pasa un día entero gritando de dolor antes de morir; y una mujer esquelética, tirada en medio de la calle, desnuda, que agoniza por una enfermedad fácil y barata de curar, el cólera, ante la indiferencia de la gente que pasa a su lado sin mirar. No hay nada que los distinga; no hay ninguna diferencia en cuanto a su dolor, miedo y capacidad de sufrimiento. Todos son ANIMALES, seres animados, centros vitales, sensibles, dotados de un punto de vista singular, único e irrepetible. Ninguno quiere morir; todos rehuyen el dolor. Quien mata a un hombre mata a toda la humanidad; quien mata a un animal mata a todos los hombres y a la vida entera, muere por dentro lentamente. La cuenta se lleva en algún lugar apartado de las miradas, a la espera de un juicio final, tribunal de las bestias y los hombres, que sacudirá y partirá en dos la historia de la tierra.

XLV

En el enfrentamiento secular del arte y la naturaleza, litigio basado en los méritos propios, uno de los contendientes manifiesta una clara superioridad, tiene la habilidad de cruzar todas las defensas y asestar un golpe de mano audaz en el centro de mando del mundo contemporáneo donde conviven la tecnología, la estética y la imagen. Un tipo de hongo, Aureobasidium pullulans, crece en el vidrio de los objetivos de las cámaras y graba la superficie con líneas en forma de tela de araña. La delicada estructura que traza, una verdadera obra de arte, arruina las posibles imágenes desde el interior del propio dispositivo e invalida el uso del aparato. No es posible hacer nada.

XLIV

Quien quiera saber lo que es la vida, la celebración de la vida, el festejo interminable del puro hecho de existir, sin reservas ni promesas, no tiene más que observar la recuperación súbita de un gato, tras un accidente que lo había dejado postrado. Los saltos de júbilo, las vocalizaciones de entusiasmo, las subidas y bajadas en estampida de los árboles son la prueba para sí mismo y para los espectadores de que está vivo, la demostración fehaciente de toda su potencia de existir y la alegría inherente a su puesta en acción. Ante esta muestra de fe en la vida, cualquier otra creencia se revela vana.